domingo, 24 de abril de 2011

La Historia desde la distancia.

No hemos viajado a la Rusia de hoy pero conocemos el testimonio de muchos de los han estado allí. Nos asalta una pregunta: ¿Cómo es posible que un país que quiso educar al hombre en nuevos valores –igualitarios- haya retrocedido a la condición de cortedad espiritual que muestran un elevado porcentaje de sus actuales ciudadanos? Nos gustaría saber, con cierta verosimilitud, cuál ha sido en realidad el logro de la sociedad socialista rusa, en educación y en moralidad, a lo largo del siglo XX.
Sin abandonar esta meditación, surge nueva pregunta que brota desde nuestro interior: ¿Ha valido la pena que en la cultura rusa, desde 1917, se haya arrasado a varias generaciones de personas, se las haya eliminado de la faz de la tierra, y, de manera sistemática, a un alto número de ellas, sometido al máximo de los sufrimientos –ya fuese persecución, aislamiento o muerte-; todo ello, bajo la promesa de que al cabo de algunos lustros se alcanzaría el mejor de los mundos, donde reinaría lo igualitario y lo justo?
Si nos atenemos al resultado obtenido, pensamos que, obviamente, no.
Estas reflexiones nos vienen a la mente tras haber leído uno de los libros considerado un clásico del siglo XX, El Doctor Zhivago, de Borís Pasternak, publicado en 1957, y, causante de que a su autor se le concediera el Premio Nobel de Literatura, en 1958. Distinción a la que tuvo que renunciar debido a que las autoridades rusas iban a someterle a un cerco de vigilancia y de imposiciones psicológicas, a él y a su familia, que no merecía la pena soportar. Aún así todos ellos quedaron marcados, fueron perseguidos, y, estigmatizados, mientras pervivió (hasta 1989) el misterio que se escondía tras las idealizadas sociedades situadas tras el telón de acero.
Entremos más en materia: ¿Qué nos viene a contar la única novela escrita por el poeta B. Pasternak? Pues algo que todos podemos intuir: la enorme cantidad de miseria y de dolor que se depositó en el escenario de la Historia con el ensayo revolucionario ruso de 1917. Con la puesta en marcha de la maquinaria del descontrol social en el que los bajos instintos humanos afloraron como un medio para lograr sobrevivir, de aquellos que lo experimentaron, y como un sistema que dio salida al odio, cuando no había barreras que lo circundaran. Problema que llevan consigo los procesos revolucionarios que tras los buenos planteamientos y objetivos no reparan en la máxima que señala que en valores y en ética, tal vez, no existan patrones ni modelos porque el hombre en su recóndito mundo interior, en su patrimonio espiritual, único, exclusivo, puede ser un tirano.
A Borís Pasternak, se le achacó, en la forma de componer la novela, no conocer las técnicas narrativas del siglo XX. Y, en el aspecto testimonial, se le cuestionó la validez de sus denuncias en torno a las atroces injusticias perpetradas en los primeros años de la revolución y de la guerra civil rusa, núcleo central del entramado histórico que sirve de soporte a las historias humanas que contiene la novela. Visto hoy en día, en ambas cosas, habría que darle la razón al autor ruso. Así, en el recurso al realismo como medio narrativo, hay que reconocer que cuando la historia que se cuenta tiene alma y espíritu –caso de El Doctor Zhivago-, es el modo y tono ideal, y firme, para trasladarnos a los sentires, convicciones, meditaciones y sueños, que alcanzarán el corazón de todos los hombres. En cuanto, a la veracidad del panorama testimonial de acontecimientos, planteamientos y realidades, que percibimos como un gran fresco histórico en la novela, y, que rodearon la Historia de Rusia desde 1916 hasta 1929, e, incluso, hasta 1953 o 1989, no queda más que ver lo que se ha visto y se ha sabido desde que el modelo político soviético dejó de estar vigente.
La novela tiene ritmo y alma, y carne, y a medida que avanza nos va sobrecogiendo y emocionando, para terminar su trama en medio de un clímax meditativo que nos recuerda el alcanzado por León Tolstoi en Guerra y Paz, una de las cumbres artísticas de la humanidad. Así será que Pasternak le alude cuando quiere reflexionar sobre la conveniencia de que, en el devenir histórico, se pueda seguir a guías mesiánicos que quieren jugar a sumos creadores, y de sus consecuencias: “Tolstói no llevó su pensamiento hasta el final cuando negó a Napoleón, a los estadistas y a los jefes militares su papel de promotores. Pensaba exactamente así, pero no lo expresó con total claridad. Nadie hace la historia, no se ve, como tampoco se ve crecer la hierba. Las guerras, las revoluciones, los zares, los Robespierre constituyen sus fermentos orgánicos, su levadura. Las revoluciones son hechas por hombres de acción, fanáticos unilaterales, genios limitados. En algunas horas o días trastornan el viejo orden. Las revueltas duran semanas, a lo sumo algunos años, y luego, durante décadas y siglos, se adora como algo sagrado el espíritu de limitación que ha provocado el cambio” (12ª parte, 14). Deberíamos asumir que en la Historia puede que exista mucho de Providencia o de Destino. O de leyes que la manejan y que se le escapan al hombre.
Pensamos, para acabar, que es preceptivo mostrar una puntada del clima histórico que se impuso una vez triunfante la revolución rusa, y que fue en aumento, y que padecieron los protagonistas de la novela: Yuri Andréyevich y Larisa Fiódorovna, engullidos por la hipocresía y el terror revolucionario, innecesariamente, y que nos sirve de eterno ejemplo para entender el mundo que no se cuenta en los manuales de historia pero sí en la literatura, y del que quisiéramos para siempre escapar pero no es posible: “Era la enfermedad del siglo, la locura revolucionaria de la época. Toda la gente, en sus pensamientos, era diferente de aquello que revelaban sus palabras y manifestaciones exteriores. Nadie tenía la conciencia tranquila. Todos tenían razones para sentirse culpables de todo, malhechores secretos, impostores enmascarados. El menor pretexto bastaba para que su imaginación se autoflagelase hasta el límite. Las personas fantaseaban, hablaban contra sí no sólo por miedo, sino como consecuencia de una atracción mórbida por la destrucción, por voluntad propia, en un estado de trance metafísico y por esa pasión de autoacusación imposible de detener una vez se le ha dado rienda suelta” (12ª parte, 16).
Como verdad y testimonio El Doctor Zhivago es una obra colosal.

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