sábado, 30 de octubre de 2010

La corriente de la vida

El rumor de la montaña de Yasunari Kawabata (1899-1972) me ha recordado al cine de Yasujiro Ozu (1903-1963), por el punto de vista que adopta el escritor, por la milimetría y la sencillez al contarnos la historia. Recordemos al respecto dos obras del cineasta, Las hermanas Munakata (1950) o Cuentos de Tokio (1953). Y traigamos a la memoria que ambos artistas vivieron en Kamakura, ciudad donde se desarrolla la acción de la novela que vamos a comentar, capital de Japón en la Edad Media y situada cerca de Tokio, hacia el sureste. Digamos que sólo con estos dos autores la cultura japonesa sería referencia universal, pero sabemos que posee muchos más nombres del mismo nivel.
Al leer El rumor de la montaña (1954/Emecé, 2007), nos vemos sumergidos en una red de situaciones que se han creado a partir del cuidado de numerosos detalles, por medio de la aplicación de una eficaz teoría de la observación de los movimientos de las personas en acción, que comparten vida y diálogo. Si Yasujiro Ozu se distingue por la maestría en los encuadres y la posición de la cámara dispuesta a la altura del tatami; Yasunari Kawabata le emula dando un paso más allá en ese espacio, en ese mismo terreno, al hacernos vivir las escenas desde su interior y centro, allí donde se despliega la mirada de cada personaje y se escucha el latido de los corazones, que se pronuncian después de haberse declarado la palabra, a través de un canal de diálogos plagados de silencios y sugerencias sentimentales.
La literatura puede que tenga la ventaja de invitarnos a entrar sin dificultad en la atmósfera de lo vital, y su hálito, que anhelaba pintar Velázquez, y que fotografía, de manera prístina en sus películas, Ozu. Así será como Kawabata nos ofrezca el ambiente físico, el aire donde se vive, en todo su ceremonial, para introducirnos con naturalidad en el hábitat de lo que sucede. La casa –tan importante en la cultura japonesa- con sus habitaciones, es el principal espacio de la narración que nos es manifestado, junto al jardín, con sus árboles y sus flores, sus aromas y velos. La naturaleza asiste en proximidad al drama de la existencia humana, con sus cambios estacionales, e imprime su ritmo; desde su cielo, con su luz, desde su noche, con sus fulgores y sombras. El escenario del universo nos brinda lluvia y nieve, sol y niebla, relámpago y ruido, y el rumor de la montaña que vigila el discurso humano, los pasos del hombre, la corriente de la vida.
Las pulsiones de vida de cada hombre se enredan en las de sus semejantes, en trabazón de palabras, de propósitos, adecuaciones y proporciones. Viene a ser una lucha por entender el vivir y acomodarse a él sin violentarlo, asumiendo e integrando los errores de la imperfección de hombre y mujer, cuando estos seres quieren seguir el curso de la creación compartiendo destinos personales y compromisos sociales, que podríamos determinar, todavía hoy, como eternos. Hemos llegado a uno de los puntos que explican las preocupaciones de El rumor de la montaña, el mismo meollo del deambular humano en la tierra y eje del caminar del universo, la relación de pareja con sus entramados y revelaciones: “Un matrimonio es como una ciénaga peligrosa que succiona sin fin las faltas de los cónyuges (…), marido y mujer, tolerando los errores mutuos, con los años -profundizan- un pantano (p. 148)”. No será fácil, claro, crear ese pantano y salir de él. El sueño, los sueños, aparecen en el horizonte vital como solución, refugio y sostén. Lo onírico es el hilo umbilical que nos une con la armonía, mientras seamos hombres, en tanto nuestras creaciones culturales vigentes sean guía. Atrás y adelante, ayer y hoy, a partir del sueño, para equilibrar nuestro carácter y allanar nuestra escena social. Así surgen los escapes, las válvulas que sirven para soltar lastres, penas, enconos e iniquidades.
Escapes, fugas, a veces, reales. Posiblemente, sujetas a nuevas maldades, que se alinean con lo consuetudinario de la especie. Al punto que se explicita en la novela una de esas subversiones, en un momento crucial de la actividad reparadora que, sobre la estela de su familia, ejerce Ogata Shingo en el relato. Protagonista, de sesenta y dos años, es el patriarca que mora alerta en el eco dejado en su espíritu por el rumor de la montaña. Al tiempo, en una situación de desasosiego, cuando no puede resolver un problema que queda al pairo, abierto a un final de devenir, en el instante que pensaba volver a casa, desecha esa posibilidad porque “le vino a la memoria la joven geisha que una vez (tiempo atrás) se había sentado sobre sus rodillas”. De modo que se le presentaba la manera de equilibrar la balanza de pesar y sufrimiento sobre alivio y gozo: “Esa noche volvió a solicitar sus servicios”.
Agrandemos la escena para darle vida:
“Shingo entró con ella en una habitación, pero no hizo nada fuera de lo habitual. De repente se encontró con la cara de la muchacha apoyada con suavidad sobre su pecho. Pensó que estaba coqueteando, pero en realidad parecía haberse quedado dormida. La estudió con curiosidad, pero estaba demasiado cerca para ver su rostro. Sonrió pensando en el tibio agrado de tener entre los brazos a una joven plácidamente dormida; tenía menos de veinte años(…). Tal vez lo que sentía era piedad por ella por su condición de prostituta. En cualquier caso, Shingo se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir junto a una joven. La felicidad, se dijo, podría relacionarse simplemente con un instante fugaz (p. 270)”.

En la obra cada ser humano se muestra firmemente sumido en su propio sino, en su particular cometido. Las emociones se delinean al servicio de una filosofía de lo cotidiano, del día a día, del saber recorrer y solventar lo que nos promete el afán de lo diario, si quisiéramos, ahora, traducirlo al ideario de la mentalidad de lo hispánico. La acción se cierne y se estrecha al ambiente de la posguerra de los años cuarenta del siglo XX, cuando Japón salía de sus propias cenizas mediante el trabajo duro de todos sus habitantes, afanados en sobrevivir y, con orgullo, mostrar al extranjero -en la novela siempre presente el yanqui- que su dilatada cultura, enraizada en lo medieval, era capaz de levantar una nueva civilización que, sin olvidar el pasado, asumiría los retos del futuro, sirviéndose del confort de la tecnología. Es por lo que podemos observar a Shingo intrigado con las mejoras domésticas: “Le resultaba divertido, antes del desayuno, oír cómo la afeitadora y el aspirador (…) zumbaban al mismo tiempo. Tal vez lo que oía era el sonido de la renovación en la casa (p. 234)”. Nos encontramos en un Japón que abraza la modernidad impelido en el esfuerzo de la reconstrucción para que cohabiten inteligencia e ideal minimalista.
Múltiples pensamientos, meditaciones y reflexiones rezuman por doquier en el texto. El lazo insustituible del hombre con su familia, tan tradicional y tan moderno. La idea de progreso, con traqueteo de trenes que llevan y traen, que trasladan hacia una realidad que refleja la vejez como una carga, un peso que puede aligerarse con el suicidio. Donde la existencia es sometida a conveniencias económicas, sociales y sentimentales, que sufre la mujer, y que maneja con el elixir amargo del aborto, adelantándose a un debate que dirime a toda sociedad avanzada con individuos alienados, sin perfiles concretos. De ahí, que la vida del hombre quede enmarcada en la vida de la pareja, con sus disonancias -“en toda su vida ninguna mujer lo había amado hasta el punto de querer ver lo mismo que vieran sus ojos (p. 62)”, con el erotismo como alimento, y la muerte como faro ético, que libere, sin que se sepa si se obtiene por ello algo.