domingo, 24 de abril de 2011

La Historia desde la distancia.

No hemos viajado a la Rusia de hoy pero conocemos el testimonio de muchos de los han estado allí. Nos asalta una pregunta: ¿Cómo es posible que un país que quiso educar al hombre en nuevos valores –igualitarios- haya retrocedido a la condición de cortedad espiritual que muestran un elevado porcentaje de sus actuales ciudadanos? Nos gustaría saber, con cierta verosimilitud, cuál ha sido en realidad el logro de la sociedad socialista rusa, en educación y en moralidad, a lo largo del siglo XX.
Sin abandonar esta meditación, surge nueva pregunta que brota desde nuestro interior: ¿Ha valido la pena que en la cultura rusa, desde 1917, se haya arrasado a varias generaciones de personas, se las haya eliminado de la faz de la tierra, y, de manera sistemática, a un alto número de ellas, sometido al máximo de los sufrimientos –ya fuese persecución, aislamiento o muerte-; todo ello, bajo la promesa de que al cabo de algunos lustros se alcanzaría el mejor de los mundos, donde reinaría lo igualitario y lo justo?
Si nos atenemos al resultado obtenido, pensamos que, obviamente, no.
Estas reflexiones nos vienen a la mente tras haber leído uno de los libros considerado un clásico del siglo XX, El Doctor Zhivago, de Borís Pasternak, publicado en 1957, y, causante de que a su autor se le concediera el Premio Nobel de Literatura, en 1958. Distinción a la que tuvo que renunciar debido a que las autoridades rusas iban a someterle a un cerco de vigilancia y de imposiciones psicológicas, a él y a su familia, que no merecía la pena soportar. Aún así todos ellos quedaron marcados, fueron perseguidos, y, estigmatizados, mientras pervivió (hasta 1989) el misterio que se escondía tras las idealizadas sociedades situadas tras el telón de acero.
Entremos más en materia: ¿Qué nos viene a contar la única novela escrita por el poeta B. Pasternak? Pues algo que todos podemos intuir: la enorme cantidad de miseria y de dolor que se depositó en el escenario de la Historia con el ensayo revolucionario ruso de 1917. Con la puesta en marcha de la maquinaria del descontrol social en el que los bajos instintos humanos afloraron como un medio para lograr sobrevivir, de aquellos que lo experimentaron, y como un sistema que dio salida al odio, cuando no había barreras que lo circundaran. Problema que llevan consigo los procesos revolucionarios que tras los buenos planteamientos y objetivos no reparan en la máxima que señala que en valores y en ética, tal vez, no existan patrones ni modelos porque el hombre en su recóndito mundo interior, en su patrimonio espiritual, único, exclusivo, puede ser un tirano.
A Borís Pasternak, se le achacó, en la forma de componer la novela, no conocer las técnicas narrativas del siglo XX. Y, en el aspecto testimonial, se le cuestionó la validez de sus denuncias en torno a las atroces injusticias perpetradas en los primeros años de la revolución y de la guerra civil rusa, núcleo central del entramado histórico que sirve de soporte a las historias humanas que contiene la novela. Visto hoy en día, en ambas cosas, habría que darle la razón al autor ruso. Así, en el recurso al realismo como medio narrativo, hay que reconocer que cuando la historia que se cuenta tiene alma y espíritu –caso de El Doctor Zhivago-, es el modo y tono ideal, y firme, para trasladarnos a los sentires, convicciones, meditaciones y sueños, que alcanzarán el corazón de todos los hombres. En cuanto, a la veracidad del panorama testimonial de acontecimientos, planteamientos y realidades, que percibimos como un gran fresco histórico en la novela, y, que rodearon la Historia de Rusia desde 1916 hasta 1929, e, incluso, hasta 1953 o 1989, no queda más que ver lo que se ha visto y se ha sabido desde que el modelo político soviético dejó de estar vigente.
La novela tiene ritmo y alma, y carne, y a medida que avanza nos va sobrecogiendo y emocionando, para terminar su trama en medio de un clímax meditativo que nos recuerda el alcanzado por León Tolstoi en Guerra y Paz, una de las cumbres artísticas de la humanidad. Así será que Pasternak le alude cuando quiere reflexionar sobre la conveniencia de que, en el devenir histórico, se pueda seguir a guías mesiánicos que quieren jugar a sumos creadores, y de sus consecuencias: “Tolstói no llevó su pensamiento hasta el final cuando negó a Napoleón, a los estadistas y a los jefes militares su papel de promotores. Pensaba exactamente así, pero no lo expresó con total claridad. Nadie hace la historia, no se ve, como tampoco se ve crecer la hierba. Las guerras, las revoluciones, los zares, los Robespierre constituyen sus fermentos orgánicos, su levadura. Las revoluciones son hechas por hombres de acción, fanáticos unilaterales, genios limitados. En algunas horas o días trastornan el viejo orden. Las revueltas duran semanas, a lo sumo algunos años, y luego, durante décadas y siglos, se adora como algo sagrado el espíritu de limitación que ha provocado el cambio” (12ª parte, 14). Deberíamos asumir que en la Historia puede que exista mucho de Providencia o de Destino. O de leyes que la manejan y que se le escapan al hombre.
Pensamos, para acabar, que es preceptivo mostrar una puntada del clima histórico que se impuso una vez triunfante la revolución rusa, y que fue en aumento, y que padecieron los protagonistas de la novela: Yuri Andréyevich y Larisa Fiódorovna, engullidos por la hipocresía y el terror revolucionario, innecesariamente, y que nos sirve de eterno ejemplo para entender el mundo que no se cuenta en los manuales de historia pero sí en la literatura, y del que quisiéramos para siempre escapar pero no es posible: “Era la enfermedad del siglo, la locura revolucionaria de la época. Toda la gente, en sus pensamientos, era diferente de aquello que revelaban sus palabras y manifestaciones exteriores. Nadie tenía la conciencia tranquila. Todos tenían razones para sentirse culpables de todo, malhechores secretos, impostores enmascarados. El menor pretexto bastaba para que su imaginación se autoflagelase hasta el límite. Las personas fantaseaban, hablaban contra sí no sólo por miedo, sino como consecuencia de una atracción mórbida por la destrucción, por voluntad propia, en un estado de trance metafísico y por esa pasión de autoacusación imposible de detener una vez se le ha dado rienda suelta” (12ª parte, 16).
Como verdad y testimonio El Doctor Zhivago es una obra colosal.

sábado, 30 de octubre de 2010

La corriente de la vida

El rumor de la montaña de Yasunari Kawabata (1899-1972) me ha recordado al cine de Yasujiro Ozu (1903-1963), por el punto de vista que adopta el escritor, por la milimetría y la sencillez al contarnos la historia. Recordemos al respecto dos obras del cineasta, Las hermanas Munakata (1950) o Cuentos de Tokio (1953). Y traigamos a la memoria que ambos artistas vivieron en Kamakura, ciudad donde se desarrolla la acción de la novela que vamos a comentar, capital de Japón en la Edad Media y situada cerca de Tokio, hacia el sureste. Digamos que sólo con estos dos autores la cultura japonesa sería referencia universal, pero sabemos que posee muchos más nombres del mismo nivel.
Al leer El rumor de la montaña (1954/Emecé, 2007), nos vemos sumergidos en una red de situaciones que se han creado a partir del cuidado de numerosos detalles, por medio de la aplicación de una eficaz teoría de la observación de los movimientos de las personas en acción, que comparten vida y diálogo. Si Yasujiro Ozu se distingue por la maestría en los encuadres y la posición de la cámara dispuesta a la altura del tatami; Yasunari Kawabata le emula dando un paso más allá en ese espacio, en ese mismo terreno, al hacernos vivir las escenas desde su interior y centro, allí donde se despliega la mirada de cada personaje y se escucha el latido de los corazones, que se pronuncian después de haberse declarado la palabra, a través de un canal de diálogos plagados de silencios y sugerencias sentimentales.
La literatura puede que tenga la ventaja de invitarnos a entrar sin dificultad en la atmósfera de lo vital, y su hálito, que anhelaba pintar Velázquez, y que fotografía, de manera prístina en sus películas, Ozu. Así será como Kawabata nos ofrezca el ambiente físico, el aire donde se vive, en todo su ceremonial, para introducirnos con naturalidad en el hábitat de lo que sucede. La casa –tan importante en la cultura japonesa- con sus habitaciones, es el principal espacio de la narración que nos es manifestado, junto al jardín, con sus árboles y sus flores, sus aromas y velos. La naturaleza asiste en proximidad al drama de la existencia humana, con sus cambios estacionales, e imprime su ritmo; desde su cielo, con su luz, desde su noche, con sus fulgores y sombras. El escenario del universo nos brinda lluvia y nieve, sol y niebla, relámpago y ruido, y el rumor de la montaña que vigila el discurso humano, los pasos del hombre, la corriente de la vida.
Las pulsiones de vida de cada hombre se enredan en las de sus semejantes, en trabazón de palabras, de propósitos, adecuaciones y proporciones. Viene a ser una lucha por entender el vivir y acomodarse a él sin violentarlo, asumiendo e integrando los errores de la imperfección de hombre y mujer, cuando estos seres quieren seguir el curso de la creación compartiendo destinos personales y compromisos sociales, que podríamos determinar, todavía hoy, como eternos. Hemos llegado a uno de los puntos que explican las preocupaciones de El rumor de la montaña, el mismo meollo del deambular humano en la tierra y eje del caminar del universo, la relación de pareja con sus entramados y revelaciones: “Un matrimonio es como una ciénaga peligrosa que succiona sin fin las faltas de los cónyuges (…), marido y mujer, tolerando los errores mutuos, con los años -profundizan- un pantano (p. 148)”. No será fácil, claro, crear ese pantano y salir de él. El sueño, los sueños, aparecen en el horizonte vital como solución, refugio y sostén. Lo onírico es el hilo umbilical que nos une con la armonía, mientras seamos hombres, en tanto nuestras creaciones culturales vigentes sean guía. Atrás y adelante, ayer y hoy, a partir del sueño, para equilibrar nuestro carácter y allanar nuestra escena social. Así surgen los escapes, las válvulas que sirven para soltar lastres, penas, enconos e iniquidades.
Escapes, fugas, a veces, reales. Posiblemente, sujetas a nuevas maldades, que se alinean con lo consuetudinario de la especie. Al punto que se explicita en la novela una de esas subversiones, en un momento crucial de la actividad reparadora que, sobre la estela de su familia, ejerce Ogata Shingo en el relato. Protagonista, de sesenta y dos años, es el patriarca que mora alerta en el eco dejado en su espíritu por el rumor de la montaña. Al tiempo, en una situación de desasosiego, cuando no puede resolver un problema que queda al pairo, abierto a un final de devenir, en el instante que pensaba volver a casa, desecha esa posibilidad porque “le vino a la memoria la joven geisha que una vez (tiempo atrás) se había sentado sobre sus rodillas”. De modo que se le presentaba la manera de equilibrar la balanza de pesar y sufrimiento sobre alivio y gozo: “Esa noche volvió a solicitar sus servicios”.
Agrandemos la escena para darle vida:
“Shingo entró con ella en una habitación, pero no hizo nada fuera de lo habitual. De repente se encontró con la cara de la muchacha apoyada con suavidad sobre su pecho. Pensó que estaba coqueteando, pero en realidad parecía haberse quedado dormida. La estudió con curiosidad, pero estaba demasiado cerca para ver su rostro. Sonrió pensando en el tibio agrado de tener entre los brazos a una joven plácidamente dormida; tenía menos de veinte años(…). Tal vez lo que sentía era piedad por ella por su condición de prostituta. En cualquier caso, Shingo se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir junto a una joven. La felicidad, se dijo, podría relacionarse simplemente con un instante fugaz (p. 270)”.

En la obra cada ser humano se muestra firmemente sumido en su propio sino, en su particular cometido. Las emociones se delinean al servicio de una filosofía de lo cotidiano, del día a día, del saber recorrer y solventar lo que nos promete el afán de lo diario, si quisiéramos, ahora, traducirlo al ideario de la mentalidad de lo hispánico. La acción se cierne y se estrecha al ambiente de la posguerra de los años cuarenta del siglo XX, cuando Japón salía de sus propias cenizas mediante el trabajo duro de todos sus habitantes, afanados en sobrevivir y, con orgullo, mostrar al extranjero -en la novela siempre presente el yanqui- que su dilatada cultura, enraizada en lo medieval, era capaz de levantar una nueva civilización que, sin olvidar el pasado, asumiría los retos del futuro, sirviéndose del confort de la tecnología. Es por lo que podemos observar a Shingo intrigado con las mejoras domésticas: “Le resultaba divertido, antes del desayuno, oír cómo la afeitadora y el aspirador (…) zumbaban al mismo tiempo. Tal vez lo que oía era el sonido de la renovación en la casa (p. 234)”. Nos encontramos en un Japón que abraza la modernidad impelido en el esfuerzo de la reconstrucción para que cohabiten inteligencia e ideal minimalista.
Múltiples pensamientos, meditaciones y reflexiones rezuman por doquier en el texto. El lazo insustituible del hombre con su familia, tan tradicional y tan moderno. La idea de progreso, con traqueteo de trenes que llevan y traen, que trasladan hacia una realidad que refleja la vejez como una carga, un peso que puede aligerarse con el suicidio. Donde la existencia es sometida a conveniencias económicas, sociales y sentimentales, que sufre la mujer, y que maneja con el elixir amargo del aborto, adelantándose a un debate que dirime a toda sociedad avanzada con individuos alienados, sin perfiles concretos. De ahí, que la vida del hombre quede enmarcada en la vida de la pareja, con sus disonancias -“en toda su vida ninguna mujer lo había amado hasta el punto de querer ver lo mismo que vieran sus ojos (p. 62)”, con el erotismo como alimento, y la muerte como faro ético, que libere, sin que se sepa si se obtiene por ello algo.

domingo, 16 de mayo de 2010

La tradición y la modernidad

Hace unos años cuando leí la novela de Junichiro Tanizaki (1886-1965) Hay quien prefiere las ortigas (1928) quedé verdaderamente prendado de la modernidad y fuerza de su escritura, pero al mismo tiempo pensé que representaba a un país mucho más moderno de lo que creía, perfectamente instalado en la contemporaneidad. El asunto y su tratamiento (pura sutileza) así lo indicaban: el tema de la relación de pareja en el matrimonio y la posible salida del divorcio. Nada que ver con una sociedad apegada a perpetuarse e impedir la evolución. Esto visto desde la literatura.
Aparte el estilo de Tanizaki. Nada que envidiar a autores occidentales del siglo XX. Me recuerda un poco a Stefan Sweig (Veinticuatro horas de la vida de una mujer, 1929) y a Arthur Schnitzler (La señorita Else, 1924), en la primacía del relato, del orden, del entretenimiento, de la profundidad y de las sugerencias. No digamos del prodigioso campo del erotismo. Y de la mirada hacia el ayer y el porvenir.
Después leí La llave y El cortador de cañas. Antes Elogio de la sombra, tan celebrado. Ahora acabo de terminar El puente de los sueños, junto a otros cuentos (El tatuador, Terror, El ladrón, Aguri). Todos ellos de fantástica factura, de precisión meditada, con historias que parecen darle sentido a la vida y redescubrir el hecho de contar. Ajuste y firmeza. Plenitud y grandeza. Interminable la lista de términos que podrían utilizarse para definir el clasicismo que respiran los relatos de Tanizaki.
El puente de los sueños (1934) puede que sirva de introducción al Japón histórico, con todo el significado de una educación destinada a la felicidad del lazo familiar que, al mismo tiempo, encadena a las rémoras y produce la falta de independencia, porque sus personajes forman parte de un destino común que se sucede de padres a hijos, que separa y une, según el dictado del presente, sin sucesión de continuidad implicado en el pasado y vislumbre del futuro.
La lectura de la narrativa de Tanizaki nos aporta multiformes posibilidades que el vivir ofrece y la inteligencia brinda, con cadencias y regustos, entre infinitas diversidades y tráfagos humanos. El impulso vital está ahí y se alimenta del deseo de vitalidad, del saber de los otros, del conocer desde los demás. Si bien, pensamos, sólo válido, si se hace desde el plano y acabado artístico propuesto por este inconmensurable literato, nacido en un país que también dio a Kawabata y a Mishima.

lunes, 3 de mayo de 2010

Tertulias en Taichung II


La noche no tiene paredes, J. M. Caballero Bonald, Seix Barral, Barcelona, 2009.
  1. La poesía es el espacio de la reflexión, tan alejada ésta -en profundidad- de los problemas cotidianos. Aquí en Taiwán, tan vívidos, tan presentes, tan carnales, tan alimenticios.
  2. La poesía nos ofrece la posibilidad de parar el tiempo para meditar.
  3. La poesía es el mundo de la belleza, en sí mismo. El territorio de la palabra, del idioma, de lo que somos. Del tuétano que no podemos arrancarnos.
  4. La poesía de J. M. Caballero Bonald me remite -transporta- al mundo mítico de mi tierra: Andalucía. Él pertenece a otra Andalucía, la Atlántica, más cosmopolita -tal vez-, abierta desde antiguo al nuevo mundo, a nuevos mundos, a la modernidad. Yo, lector de La noche no tiene paredes, lo hago desde mi Andalucía interior, aquella que quedó encerrada hacia lo mítico mediterráneo, desde lo íbero, que algo le tocó de Grecia, que vivió la plenitud de Roma, y que se ahogó bajo la estética de El Califato.
  5. De su poesía emana como que hubiera que luchar, en todo momento, contra un mundo habitado por enemigos, aquellos que obedecen a las leyes creadas por el afán y la inercia de perdurar, y que consiguen castrar la libertad.
  6. Entonces, ante ello, hay que autoafirmarse y (luchar) mostrarse, ganar la pelea que defiende que seamos reconocidos, que podamos tener vida en la globalidad diseñada para el éxito. ¿Y qué es eso del éxito?
  7. J. M. Caballero Bonald vivió en la España franquista. Tan alicorta de vida, tan inspiradora de rebeldías. Como la suya y la de muchos. Que tuvieron la valentía de enfrentarse a los que no dejaban pensar (como ahora lo hace el proceso de aceptación de las tareas) que habían ganado ese derecho.
  8. Nosotros nos las vemos con otras previsiones de futuro. Y necesitamos de nuevas sublevaciones. Disponerlas. Urge…
  9. Destaquemos versos que señalan la hondura que fluye de los orígenes sureños:
               (…)
La vibración de un vaho fluyendo desde dentro,
la gran verdad en fulgurantes moratorias,
y ese letargo oblicuo, esa porosa dejadez
que iba rompiendo a tientas las ataduras de la
plenitud.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Civilización y toros.

Un tema apasionante, por polémico, para el mundo de hoy, en un momento histórico en el que parece no puede admitirse ningún primitivismo en el ideario de la vida social. Tendríamos que comenzar a preguntarnos por qué ese gusto e inclinación por el juego con el toro, desde siempre, en la cultura hispánica, ibérica, y su razón de ser en el marco de su finalidad oferente y rogativa, expiatoria. Una costumbre atávica transformada a lo largo del tiempo desde su inicial carácter sagrado, cuando el rito de la muerte, con el sacrificio del animal (el toro) a los dioses, le daba una esencia mágica y religiosa; y que pasó a ser en la era cristiana un sacrificio cruento en espectáculo público, popular, protagonizado por toda la comunidad, en tumulto, donde los hombres más arrojados y hábiles querían conseguir el dominio sobre los astados (corridos en lugares públicos -corridas de toros-) mediante técnicas e invenciones libres, sin impedimentos ni reglas, a veces, sin una culminación del rito.
Será en plena edad media (siglo XIII), cuando la fiesta de los toros, su celebración, fue asumida por las clases dirigentes, como espectáculo reglamentado y propagandístico, para gozo social educativo, al ser teatralizada en realce de determinados eventos cortesanos, políticos o religiosos, en el llamado toreo caballeresco, vertiente taurómaca que vivió (hasta finales del siglo XVII), a la par, con su otra faz, la enraizada en su primigenia versión comunitaria o popular. Cuya originaria variante se presentará en sociedad, al final de la edad moderna (siglo XVIII), como espectáculo de masas, plenamente renovado, recuperado, retenido, por el pueblo, en el denominado toreo de a pie, o tauromaquia de a pie, la más acabada escenificación de la fiesta de los toros, la que mayor intensidad emocional le ha aportado en el tiempo. Entrados en él, su codificación y sus tecnicismos, vibraron, en textos, en imaginario, en heroicidades, en acaparación informativa, en influencia social, en placeres; alrededor del Dios Toro, que, de manera paralela, fue limando su bravura, su fiereza, su acometividad, su logo, sin lograr desaparecer del todo.
La llamada corrida de toros moderna, ha vivido sujeta y vive apegada (sobreviviente en el siglo XXI) a una continuada evolución de formas, gustos, técnicas y modos, mezclando lo mercantil con lo simbólico, enfrentados los intereses de los profesionales: empresarios, toreros, o ganaderos, con las exigencias del público, antes pueblo, otrora protagonista en la arena, y ahora, espectador pasivo o aficionado sentido, éste, por minoritario, por ausente. La fiesta de los toros, conviviendo con los cambios sociales del mundo contemporáneo, se ha visto en la tesitura de sobreponerse y adaptarse, de superar las diatribas sobre su existencia, en pos de su desaparición, por ser una rémora incómoda del pasado, al mostrarse en ella señales no cambiantes de la cruel condición humana, que tienen su validez, en su ejemplo, perpetuo, de que la esencia del hombre no transmuta. Por ser, la corrida de toros, eterna metáfora, que representa en el ruedo la obligada superación a la que está sometido el hombre, para continuar siendo especie, en lucha contra la Naturaleza que tiende a igualarlo con la nada: el aire, el agua, el fuego y la tierra; cuando nosotros somos espíritu.
Todo esto puede sugerir la lectura de Metafísica taurina, libro de Cecilio Muñoz Fillol, escrito en 1950, cuando España había salido de una Guerra Civil, y el mundo de una Guerra Mundial, con todo lo que ello significaba, en pleno aislamiento y penuria. Cuando el mundo de los toros entró en nueva fase, más lisonjera, más llevadera, más comercial, camino de lo que hoy es. Metafísica taurina es una obra de su tiempo. Con todas las contradicciones que eso comporta. Que nos exige para entenderla entrar en la historia pequeña, en el detalle, sin lo cual no se comprende la historia mayor.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Entre viajes verdaderos e imaginarios.

Los viajes de Gulliver. Prodigioso libro. Pletórico de imaginación. En cierto modo, al igual que Don Quijote es una parodia de las novelas de caballería, Los viajes de Gulliver (1726) viene a ser una parodia de la literatura de viajes, convertida ésta en género común de éxito de la época. Así, por un lado, la objetividad que debe anteponer y cuidar el viajero escritor está siempre muy presente en el relato de Jonathan Swift, y, por otro, la minuciosidad realista de lo que se explica y describe. El libro está centrado en contar lo que le sucedió a Lemuel Gulliver en sus viajes por el mundo, concretamente en cuatro de ellos: 1) A Liliput. 2) A Brobdingnag. 3) A Laputa, Balnibarbi, Glubbdubdrib, Luggnagg y Japón. 4) Al país de los Houyhnnhnms.
Toda la obra queda atravesada por una visión negativa, deplorable, críptica, que no deja puertas abiertas a la esperanza, en torno a la esencia espiritual de la especie humana, cuyo deambular histórico sería totalmente recriminable desde cualquier punto de vista moral, si nos atenemos, como realiza Swift, a un análisis de su conducta como entes entre criaturas. En el terreno del hombre individual y en su ámbito colectivo. En su historia y en su presente. Relativo a la situación social y política de los distintos países del entorno europeo. Señalando de manera concreta a la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII, en una época donde el mundo se iba ensanchando cada vez más, con denodada participación de navegantes ingleses, relevo de portugueses, españoles y holandeses.
El libro no deja espacio vital, moral, social y político, sin crítica. Que abarca multitud de escenarios de la realidad sociológica: desde el destrozo que venía a significar el colonialismo vigente, hasta el descrédito en el que estaba sumida la ley, creada al servicio de los poderosos. Desde la ineficacia de una ciencia desvirtuada, hasta la maldad e inoperancia de una política corrompida en todos sus niveles y compartimentos. Amplísimo repaso sin tregua. El capricho de los príncipes y la ineptitud de sus gobiernos. El papel destructor de las guerras. La existencia de la injusticia y del hambre. La corrupción. La inmoralidad. El engaño. La mentira. La condición miserable de la humanidad.
Memorables escenas inventivas, como el cuerpo de las doncellas gigantes, la isla volante, el país de los inmortales, o la sinrazón y orgullo de los yahoos, ilustran una obra que se adelanta, con juicio despiadado, a un mundo sin Dios, prefigurado desde la Ilustración, generadora de monstruos como bien sabemos. Tal vez, J. Swift, quiera en el fondo decir o transmitir que sin una nueva teoría de la revelación la vida del hombre y su civilización no tienen salida, no tienen salvación. Como él podríamos llegar a odiar a nuestros congéneres en cuanto seamos conscientes de lo lejos que estamos del amor, la justicia o la bondad, en un mundo donde “la gran masa de gente se ve obligada a vivir de forma mísera, trabajando todos los días por un salario escaso, a fin de que unos pocos vivan en la abundancia”.

lunes, 4 de mayo de 2009

La crisis y la solidaridad.

Intensa experiencia la lectura de Las uvas de la ira de John Steinbeck que nos retrotrae, en tiempos de símiles históricos, a la penuria social de la crisis de 1929, en su pleno corazón, en los EEUU. Que nos refresca la imagen que pudiéramos tener del difícil ascenso a la primera línea de dominio político del país más influyente del siglo XX. La acción situada en los años treinta llama hoy la atención por los grados de infinita lucha y los planos de ejemplarizante solidaridad que tuvieron que poner en práctica para su sobrevivencia los depauperados emigrantes (hijos, a su vez, de emigrantes) estadounidenses en querer alcanzar desde zonas donde el capitalismo era un monstruo inhumano (Oklahoma, Arkansas, Texas...) los idílicos paraísos de ese mismo depredador inmisericorde (California).
Una lección humana de pelea por vivir experimentada al límite que no debería quedar en el olvido porque los dueños de la situación siguen siendo los mismos: los empresarios desalmados fuera de la ley, los gigantescos bancos que sólo cuidan de su negocio y se aprovechan de las ayudas de la Comunidad (Estado), los emporios económicos...los malos gobiernos... En Las uvas de la ira nos adentramos en la historia del ultraje, del sufrimiento, del heróico caminar de la raza humana que en cualquier momento puede ser desposeída de su bienes (antes tierras, hoy, trabajo, simplemente) y caer en la máxima pobreza que en cuestión de días (porque hay que comer) se vería ante la faz de la muerte.
Pero el hombre y la mujer (es la que posee la fuerza inconsciente que no ceja) son seres duros que se crecen sin ceder un ápice en su condición irrenunciable de dignidad y que pelearán por un mundo mejor, factible de que lo tengamos al alcance en el primer mundo; si bien, la globalización nos brinda un nuevo contacto, una novedosa unión, una obligada igualación, por abajo, a ricos y a pobres, en la pobreza y en la grandeza. Nunca deberíamos aparcar la idea de que los Joad somos todos. No existe lucha política, existe lucha humana.